insomne

No sé a quién se le ocurrió contarle que la noche era oscura y el cielo un manto estrellado.

Desde que tenía uso de razón sabía que era naranja. Sí, sí, la noche era naranja y el día marrón, así era el tan adulado cielo de su Madrid querido.

No sé a quién se le ocurrió contarle que de noche una bestia alada hacía guardia en las cuatro esquinitas de su cama pero esa presencia, más inquietante que cualquier monstruo debajo de la cama, lo acechaba.

Había que rezarle todas las noches para que se quedara tranquilo y no confundiese diablillos con demonios.

Ya podía irse de vacaciones-pensaba-.Dejar de montar guardia alguna noche para poder mecerse en los brazos de Morfeo sin moscas detrás de la almohada.

No sé quién le contó que la noche era un refugio, porque para él y su conciencia la noche no era más que una cueva de posguerra cainita de la España castellana.

De a poco, se fue acostumbrando al refugio inseguro, a los ángeles de la guardia custodia, al cielo naranja de la noche cerrada. Fue haciendo callo y ya solo él, sus pesadillas y una fina sombra de ojos sabía lo que por dentro estaba pasando.

Vamos, que muy bien no dormía, el pobre.

De a poco creció, como debe ser, y vinieron amigos, acné y pipas en los parques. Vinieron las ganas del roce y los estirones febriles de una pubertad pautada. Cómo todo hijo de vecino rabió, avergonzose y odió ser hijo de quienes tanto amor le daban. Mientras, Morfeo seguía tratando de colarse entre sus dendritas y cuando no era una pesadilla, era el desvelo previo al despertador el que le jugaba una mala pasada.

Los rayos catódicos le embelesaron haciéndole creer que con entretenimiento y distracción podría evitar la angustia que acumulaba en sus ojeras. No fue así. Pudo recordar el apodo ese con el que denominaban al televisor; «la caja tonta» lo llamaban y él ya se consideraba lo suficientemente lerdo como para dejarse dos o tres puntos de su C.I. por el camino. Así pues, apagó la tele y nunca más la encendió.

Trató entonces de agotar su cuerpo hasta la extenuación llegando a la cama derrotado y con calambres que parecían estertores. Despertarse a media noche con los gemelos subidos hasta la corva no era lo que estaba buscando, así que desistió.

No entendía porque si era amado, tenía buenas amistades, le iba bien en los estudios y los profesores le apreciaban, su descanso era tan esquivo. Todas las mañanas rezaba a ese Dios omnisciente para que su cuerpo, su mente y su alma dejaran tranquilo su sistema límbico de una vez.

Jamás sucedió, perdió la fe, el rezo y comenzó la lectura.

Había oído por ahí que el saber nos hacía libres y él más que nadie quería por fin librarse de la noche.

Creció a la par que su biblioteca.

Cuando estuvo todo leído supo lo ignorante que era y descubrió que cada uno es lo que se cuenta, así pues, empezó a escribirse para poder conocerse.

Entonces, pudo dormir, entonces, descansó.

Nació, creció, se reprodujo y murió (cómo le contaron en clase de ciencias naturales).

En su tumba, en su epitafio, dejó escrito:

«Si la vida es sueño y los sueños sueños son, los cuentos que le cuenten, cuentos son. No se los crea, creadlos vos».

Lea. Haga deporte. Coma de forma saludable. Cuide sus amistades. Respete a su familia.

Y cuando no sepa cómo pasar de la teoría a la práctica, consulte con un profesional. Nada más hermoso que ayudar al prójimo. Pida ayuda, hommo sapiens, pida ayuda.