David Villa Rodríguez

hace 1 semana · 2 min. de lectura · ~10 ·

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En duelo

En duelo

Andaba desnortado paseando entre pasillos.

Sin comerlo ni beberlo, como la mayoría de las cosas importantes de la vida, un día tuve que dejar lo que estaba haciendo para atender a mi padre. Acababa de entrar en urgencias en estado grave y el mundo paró en seco.

Coincidía que ese mismo día celebrábamos el cumpleaños de uno de mis sobrinos y tanto su padre como su abuela, el resto de la familia, y yo mismo, agarrándonos los miedos y sosteniéndonos en los valores y principios que nos hacen no perder pie decidimos seguir adelante con el festejo.

Raro, que no malo. Extraño, que no desagradable.

Tiramos “pa’lante”. Nos juntamos todos los que pudimos. Abrazos con distancia social, besos post covid y ganas de sentirnos arropados los unos con los otros. Aperitivo en la cocina, fútbol de pasillo entre primos, cánticos y folclores disipaban el miedo por la salud del “patriarca”.

Si bien es cierto que, en ese estado de alerta, y con lo feo del panorama, cada vez que me daba cuenta estaba pendiente del teléfono esperando lo peor. “Bueno, es normal”-pensaba-. Así que sin destriparme por dentro ni regodeándome en el malestar. Con cariño. Sin juzgar. Como si fuese una caña de pescar, recogía el carrete de mis pensamientos hasta traerlos al presente. Aquí estábamos; esperando malas noticias mientras hacíamos ver a nuestros hijos que la vida va de esto. Que no para, que no da tregua y como te dejes comer por ella acabas perdido en alta mar con una barca de plástico remando a contracorriente, y eso, no mola.

Sonará feo, pero poder pasar una situación tan dura al lado de tus seres queridos notando el apoyo de amigos y conocidos y diciéndole a la vida: “Mira, entiendo que tus planes para hoy son dejarnos en shock y paralizados por el miedo. No obstante, hemos decidido plantarte cara con una sonrisa y vamos ha disfrutar de este regalo que se llama amor hasta el último momento”. Eso, sí mola.

Ver la entereza de mis seres queridos me reconfortaba facilitándome ese difícil trabajo de centrarse en lo que uno realmente puede hacer y alimentaba la esperanza; sin fliparse. Nada de hacerse los fuertes. Me refiero a la entereza que da la confianza, las ganas de compartir lo mejor que cada uno lleva dentro, el apoyo mutuo o el respeto a las opiniones y decisiones de cada uno.

Son ya 28 días de hospital. Los primeros días llamaba mi atención el mármol desgastado de las escaleras, lo añejo de los baldosines y lo aturullado de las idas y venidas del personal sanitario. Mi cerebro se iba acolchando, envolviéndose de una densa capa de preocupación que no me dejaba articular palabra ni pensar con claridad. Me sentía fuerte hasta que una mirada o un abrazo me conectaba conmigo mismo dándome cuenta de lo blandito de mis afectos. Un día estaba mas irascible, otro atontado, otro como si no pasase nada y otro más daría lo que fuera para no salir de la cama en todo el día.

Aquí seguimos. Mi padre sigue grave en el hospital. Mi cerebro más despejado, Mi cuerpo, cansado. Ya no me fijo tanto en los detalles, ya puedo poner el foco en otras cosas y llenar el día a día no solo de tensa espera si no de rutinas y relaciones que me conectan con el resto del mundo. Cuando me he querido dar cuenta ya estamos en Navidad.

Estas Fiestas nos toca vivirlas de otra manera. Que me gustaría que no fuese así, por supuesto. Que las cosas deberían haber sucedido de otra manera; ojalá. Lo que se, lo que depende de mí, es que las cosas son como son, no como me gustaría ni como debería de ser, son como son. Y ahí es donde uno puede encontrar los recursos para hacerle frente a la vida. Autocuidado. No juzgarse mucho. Ser paciente. Cariñoso. Hacerse responsable de sus quehaceres y apoyarse los unos en los otros. Mientras el cuerpo aguante (el suyo y el nuestro) habrá que seguir remando y recogiendo el carrete de los pensamientos para traerlos al presente y pacientemente esperar lo mejor y dar lo mejor que cada uno tiene.

Salud
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