Miguel López de la Oliva

hace 10 meses · 6 min. de lectura · ~100 ·

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Cuestión de tiempo

Cuestión de tiempo

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Querida amiga:

Siempre cuesta decir adiós. Incluso por escrito. Gracias por haberme acompañado hasta el final, por habernos escuchado, por haber cuidado de mí y del resto de residentes de forma desinteresada durante todos estos años. Mis últimas palabras van dirigidas a ti.

Me has hecho el mejor regalo que se puede tener, que no es otro que tu tiempo. Te considero como la nieta que nunca tuve y que siempre quise tener. Sé que siempre has sentido admiración por mí y por todo lo que conseguí. Permíteme decirte que el sentimiento es mutuo. Ambas somos mujeres inconformistas con ganas de destacar, con ganas de cambiar las reglas.

Pretendía haberte contado antes esta historia, pero mi voz decidió apagarse cuando quise hacerlo. ¿Recuerdas aquel reloj de bolsillo que siempre solía llevar a todas partes? Me lo regaló mi abuelo antes de fallecer en el hospital. Yo era su nieta predilecta (nunca entendí muy bien por qué) y siempre me trataba mejor que al resto de mis primos. Cuenta la leyenda que perteneció a Miguel de Unamuno, aunque nunca pude corroborarlo.

Probablemente tuviera más valor sentimental que material, pero guardaba un secreto que solo su dueño conocía. Girando la manecilla 3 veces y cerrando los ojos, te trasladaba al tiempo y al lugar que deseabas permanecer, bajo una única condición: no debías interferir en él o podría tener consecuencias inesperadas.

Tan solo lo utilicé un par de ocasiones. No hay nada como mirar hacia atrás para querer cambiar aquello que nos iba a hacer sufrir. Era algo irrefrenable: cuanto más viajas en el tiempo, más ansías cambiar el pasado. Y no lo pude evitar. Pero tampoco me arrepiento.

La primera vez que cumplí los treinta y cinco años llevaba una vida feliz, pero no éramos libres. Me había casado con el amor de mi vida y habíamos formado una familia con dos hijos, pero estábamos gobernados por un partido totalitario que se escudaba en la seguridad para controlar nuestros movimientos. Nos habían metido el miedo en el cuerpo ante una amenaza que, aún siendo real, servía de excusa para frenar cualquier intento de plantear otra alternativa. Vivíamos aislados dentro de una burbuja imaginaria formada por una fina capa invisible que nos ofrecía una falsa sensación de protección pero que limitaba nuestros movimientos y capacidades.

Por ello decidí viajar al pasado, para evitar que perdiésemos nuestra libertad en el futuro. Pero, antes de eso, debía volver a mis veintitrés años, a ese fatídico día en el que mi hermana no pudo aguantar más su sufrimiento y saltó desde la ventana de su cuarto, dejando caer su cuerpo inerte sobre la acera. Justo el mismo día en el que quedé con Javi y otros amigos y se acabó convirtiendo en nuestra primera cita. Tuve que salvar a mi hermana del suicidio, por lo que decidí acompañarla para convencerla de que no estaba sola, que había otra salida que no pasara por acabar con su vida.

Con el paso de los días conseguí que Marta recuperase su sonrisa olvidada y se enfocara en su pasión, la música, para seguir adelante, tanto que a los dos años fue aceptada en el conservatorio. Gracias a su esfuerzo y a la confianza depositada en ella, los fantasmas de su cabeza se disiparon. Quizás no llegaron a desaparecer del todo, pero sí se diluyeron lo suficiente como para no volver a plantearse saltar al vacío. Me convertí en el apoyo que necesitaba y que estaba pidiendo a gritos, unos gritos que solo ella escuchaba en su interior.

Nunca me llegó a explicar la fuente de su sufrimiento. Pero no fue necesario. Se encerraba en casa al salir de clase y no hablaba con nadie desde su coqueteo con Nacho, el capitán del equipo de fútbol. No hizo falta que me lo explicara porque yo misma pude leer aquellas pintadas en los baños que la acusaban de ser una chica “fácil” y “amiga” de todos los chicos. No hizo falta porque pude ver cómo la marginaban, cómo sus compañeras la criticaban constantemente y cómo los chicos se acercaban solo para intentar aprovecharse de ella.

Me sentí alegre y orgullosa por haber evitado una tragedia, tanto que olvidé que la misma noche que salvé a Marta también sería aquella en la que empezaría a vivir una nueva vida junto a Javi. Después de ayudar a mi hermana contacté con él para enamorar al chico que me haría soñar despierto y no me dejaría dormir por las noches.

Pero ya era demasiado tarde. Lo llamé y le propuse quedar a tomar unas cañas junto al resto del grupo de amigos para que no pensara que era una cita. Allí apareció, tan esbelto y risueño como siempre, agarrado de la mano de Ana, mi mejor amiga. Justo la noche que salvé a Marta, perdí la oportunidad de vivir una vida feliz.

Ya no me casaría. Ya no tendría dos hijos. Ya no volvería a soñar despierta. Ya no sucedería porque fui incapaz de encontrar la felicidad sin Javi y la familia que formamos, y que solo yo recordaba. En ese instante comprendí que haber jugado con el destino fue un tremendo error, y recordé aquellas sabias palabras de mi abuelo advirtiéndome de las consecuencias que supondría cambiar el pasado.

Así es como pude averiguar que, tras haber cambiado el transcurso de la historia, ya no podría volver al momento en el que giré la manecilla del reloj, aunque nunca llegué a olvidar lo que sucedería. Entonces decidí centrarme en mi segundo propósito: recuperar la libertad que perderíamos unos años más tarde. La única forma que se me ocurría para evitar que gobernara un partido totalitario era convertirme en la alternativa antes de que el miedo se adueñara de nuestra alma y que la seguridad se convirtiera en nuestra primera prioridad. Me fijé como objetivo ser la primera presidenta del Gobierno de España. Y jugaba con la ventaja de conocer el escenario que podría suceder.

Estudié una doble licenciatura, económicas y derecho, porque mi padre se negó en rotundo a pagar mis estudios cuando le dije que quería estudiar ciencias políticas. “¡Eso es un juego de hombres, y siempre lo será!” (solía afirmar).

Pero no pudo estar más equivocado. Lejos de hundirme, su rechazo me ayudó a motivarme aún más para alcanzar mi meta. Tras acabar la universidad trabajé como becaria en el despacho de abogados de mi tío, sirviendo cafés y haciendo fotocopias. Pero también me afilié en secreto al partido Progreso y Libertad, que gobernaba por aquel entonces, para adentrarme en la política aunque fuera repartiendo panfletos clandestinamente. Poco a poco tuve la ocasión de conocer a ministros, secretarias de Estado e incluso al propio vicepresidente. Así es como conseguí ser secretaria personal de la ministra de Defensa. Éramos uña y carne, y esa fue mi puerta de entrada para ser diputada pocos años después.

Por aquel entonces ya me había independizado pero, al enterarse, mi padre montó en cólera y no volvió a dirigirme la palabra. Al menos hasta que enfermó de gravedad y se arrepintió de haberme odiado por empeñarme en ser lo que no podía ser, por priorizar el trabajo y no tener hijos a los que cuidar ni una casa que limpiar. En las siguientes elecciones el partido alcanzó una mayoría simple y me nombraron secretaria de defensa. El éxito fue tal que, a los dos años, me propusieron ser ministra de Asuntos Exteriores, cargo que, obviamente, acepté.

Para mi desgracia, un escándalo de corrupción interno provocó una moción de censura que supuso el final de la legislatura. La crisis forzó a dimitir al entonces expresidente y a buscar un nuevo líder del partido. Decidí presentarme casi sin apoyos pero con más convencimiento, carisma y profesionalidad que cualquier otro rival. Así fue como me convertí en la primera mujer candidata y futura presidenta del Gobierno.

El resto de los detalles ya son de dominio público. Lo que seguramente desconocías hasta ahora era que el motivo por el que me propuse liderar el país no solo fue reivindicar el papel de la mujer en la historia, acabar con las desigualdades o impulsar la economía desde la sostenibilidad, ante todo fue evitar que perdiéramos la libertad que tanto nos costó alcanzar. Aunque el pueblo está condenado a olvidar su historia y, tarde o temprano, a repetir los mismos errores que ya cometió, al menos habrá servido para disfrutar más tiempo de aquello que solo valoramos cuando lo perdemos.

No me arrepiento de las decisiones que tomé. Tan solo me costó aceptar durante años que no volvería a ser tan feliz como lo fui hasta mis primeros treinta y cinco años. En ocasiones me pregunté si tuve que escoger entre felicidad o libertad. ¿Acaso hubo elección? ¿Realmente llegué a renunciar al amor para no perder la libertad? ¿Sería capaz de volver a amar sabiendo que no volveríamos a ser libres? ¿Solo yo podría evitarlo, o era lo que yo quería creer? ¿Cómo hubieras actuado si supieras lo que iba a suceder? A lo largo de tu vida te encontrarás ante dilemas morales similares que no deben resolverse lanzando una moneda al aire.

Siempre he aborrecido la rutina. Aquí todos los días son el día de la marmota. Pero soy consciente de que no podía cuidarme de mí misma desde aquel terrible accidente de coche que me cortó las alas y me hizo vivir pegado a una silla de ruedas. Añoraba aquellos días en los que ponía todo mi empeño en cambiar el mundo. Bueno, más bien, nuestro país, pero no dejaba de ser menos gratificante. Ahora que salgo en los libros de historia, todos me recuerdan, pero nadie, excepto tú y el resto de cuidadores y voluntarios, se preocupaban por mí. Gracias por haberme acompañado cuando más lo necesitaba.

Ya termino. Quiero pedirte un último favor. Si buscas detrás de mi cama encontrarás una pequeña caja de madera tallada. Dentro está el famoso reloj de bolsillo. Mi primera intención era regalártelo para que pudieras vivir las mismas experiencias que tuvimos mi abuelo y yo, pero comprendí que, si miras demasiado hacia atrás, estás condenado a dejar de mirar hacia delante.

Por eso lo destruí. No quiero que cometas el mismo error. Olvida el pasado, pasa página, disfruta del presente y no te agobies por el futuro. Cuida de los que más quieres y también de los que no, porque solo se gana si se siembra respeto. Si encuentras el amor, no lo dejes escapar porque no habrá una segunda oportunidad. Y, si ahora no lo entiendes, quédate tranquila. Descubrirlo solo será cuestión de tiempo.

Adiós, y tuya siempre.

Eva.

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