Luis David de la Fuente

hace 2 años · 6 min. de lectura · ~100 ·

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Cerveza gratis

Cerveza gratis

Una historia sobre cebada, agua y levadura. O no.

Hace algunos meses, paseando por mi barrio, descubrí un nuevo bar que acababa de abrir en uno de los locales que había vaciado la crisis del COVID. Se notaba que habían acometido una importante inversión y el espacio lucía pinturero y coqueto.

Decidí pasar a tomarme algo, para conocer el sitio y hacer algo de gasto con el que apoyar el comercio local y agradecer el esfuerzo que suponía abrir un negocio en estos tiempos. Me atendió Daniela, una simpática camarera que me ofreció acompañar la cerveza con alguno de los pintxos que exhibían en la barra. Elegí una gilda que incluía una anchoa tan grande como mi cabeza y le pedí que me cobrara.

—No me debe nada —me contestó Daniela, con una sonrisa que desvelaba que esperaba mi cara de sorpresa—, de momento, no cobramos las consumiciones.

Ante mi estupor, Daniela me explicó que los dueños del bar creían que la clave para triunfar en el mundo de la hostelería era conseguir el mayor número de clientes antes de enfocarse en ser rentables.

Cuando le pregunté cómo iban a sostener ese modelo, me contó que los empresarios estaban respaldados por un grupo de inversores que financiaban toda la operación. Cuando le pregunté cuánto tiempo iban a funcionar así, me dijo que hasta ajustar la carta a la demanda de los clientes, probando distintas variaciones. Cuando le pregunté cómo se puede medir la demanda real de algo que se ofrece gratis —si no me iba a costar nada, la próxima vez que pasara por allí, en vez de una cerveza y una gilda, pediría un plato de jamón de bellota y una copa de Rioja; o dos—, Daniela se limitó a encoger los hombros sin dejar de sonreír.

Durante los próximos meses, siempre que pasaba por el nuevo bar estaba lleno hasta la bandera. Hablaba frecuentemente con Daniela, que estaba contentísima. Los clientes eran muy majos con ella —nunca se quejaban si cometía un fallo o se retrasaba por la gran afluencia de público que tenían— y sus jefes le habían prometido participaciones de la empresa, que ya pensaba en expandirse y abrir otro local en el nuevo centro comercial de la ciudad.

Yo seguía sin entender nada, pero mientras aquello durara sería estúpido no aprovecharlo —aunque me sintiera un poco culpable e intentara compensarlo con las propinas— y frecuentemente iba con los niños a merendar a media tarde, después de que se desfogaran jugando en la plaza. La verdad es que no siempre tenían el pincho de tortilla que pedía Dani y tardabas bastante en conseguir mesa, pero —qué carallo— aquello era gratis, así que, no había razón para quejarse.

Un día que íbamos con algo de prisa, preferí ir a merendar a la cafetería de Manu y Xandre, una pareja de Lugo que —después de muchos años trabajando como camareros— había ahorrado lo suficiente para montar su propio negocio. Hacía bastante que no la visitábamos, pero me sorprendió que estuviera cerrada a las seis de la tarde. Probé con la vinoteca de la esquina, pero en la puerta nos recibió un cartel de «Se traspasa». Hice un último intento con la Churrería Oriental, pero tenía la persiana metálica bajada.

Resignado, agarré a los críos y me dirigí a la panadería para pillar un par de bollos con los que calmar el hambre de mis pequeñas fieras. Allí nos encontramos con Manu, que acababa de comprar el pan, y aproveché para saludarle.

—¡Hombre Manu! ¿Qué tal te va la vida? Pasamos por la cafetería, pero estaba cerrada.

Manu despeinó cariñosamente a Irene y, me miró con ojos con cansados.

—Sí... la verdad es que cerramos la semana pasada. Aguantamos todo lo que pudimos, pero el negocio no daba —se justificó.
— ...pero ¿qué ha pasado? —fue todo lo que acerté a contestar— ¡Si todo os iba de maravilla y servíais la mejor larpeira del barrio!
—Lo mismo que le ha pasado a la vinoteca, a la Oriental y al restaurante italiano. Sencillamente, no podíamos competir con el nuevo bar que abrió en tu calle.

No supe qué decir. Solo acerté a bajar la mirada avergonzado, antes de balbucear «lo siento mucho Manu». Él me apoyó la mano en el hombro, como si me absolviera de toda culpa, y salió de la panadería.

Al día siguiente pasé por el bar para comentarle a Daniela lo que me había dicho Manu. Apenas pude hablar con ella —el local estaba lleno, como siempre—, pero estaba de un humor de perros. Ahora que no tenían competencia, los dueños habían decidido empezar a cobrar y no poco precisamente. Y, claro, cuando la gente tiene que pagar cuatro euros por una cerveza es mucho menos comprensiva con el tiempo que se tarda en atenderla.

No volví a verla. Un compañero suyo me contó que la habían despedido y sustituido por un antiguo empleado de la Oriental, que tenía mucha más experiencia que ella.

Un mes después, nos enteramos de que los inversores se habían hecho por dos duros con los locales que habían dejado libres los antiguos negocios de hostelería del barrio, para asegurarse de que el bar no volvería a tener competencia. Los pocos espacios que aun seguían disponibles, tenían un alquiler tan alto que para que saliera rentable abrir un negocio allí, este tendría que cobrar precios absurdos por unas consumiciones que nadie consumiría. El barrio se quedó sin cerveza gratis... ni muchas opciones donde tomarla.

© Ilustración original de Hugo Tobio, tarugo y dibujolari profesional de Bilbao.

Esta grotesca ficción, que nadie creería posible en La Vida Real™, es habitual en los negocios online. Tanto, que la hemos normalizado y aceptado, pero quizás deberíamos volver a preguntarnos si tenemos que hacerlo. Y deberíamos hacerlo todos.

Empezando por el capital-riesgo. Cumple un papel fundamental y necesario a la hora de financiar modelos de negocio innovadores o que necesitan el desarrollo de tecnología para poder implementarse, pero ¿qué tiene de innovador la competencia desleal?

En España, el artículo 17 de la Ley 3/1991, de 10 de enero de Competencia Desleal, establece que se considera desleal la venta de bienes por un precio inferior al coste de su producción cuando pueda inducir a error a los consumidores acerca del precio de otros productos, tenga como finalidad desacreditar el prestigio de un servicio ajeno o lo que se pretenda sea eliminar a un competidor del mercado.

No estamos hablando de ofrecer un precio más bajo por conseguir mayor eficiencia, beneficiarse de la economía de escala o invertir en captar clientes confiando en que la recurrencia de compra la hará rentable, sino operar con unas unit economics insostenibles, que generarían perdidas permanentemente. Con un solo cliente o con un millón. Hagan una sola compra o dos mil.

Si un inversor tiene una compañía así en su portfolio, debería hacérselo mirar porque ¿qué prueba ofrecer servicios de forma gratuita? Una cosa es que no te importe dar beneficios mientras construyes tu producto o servicio y otra que lo regales. A coste cero, la demanda es infinita.

Una cosa es desenroscarnos la boina, dejar atrás el «vamos a probar, a ver qué pasa» y que a nuestros inversores no les tiemble la mano por convertirse en kingmakers. Otra, muy diferente, laminar un sector haciendo que simplemente sobrevivir sea cada vez más caro.

Only buy something that you’d be perfectly happy to hold if the market shut down for 10 years.

— Warren Buffett

Pero sería hipócrita demonizar a los inversores, incluso a aquellos que apuestan por el winner takes it all a base de inflacionar el mercado en vez de innovar. Si lo hacen es porque la estrategia funciona. Al fin y al cabo, si un bar regalara la cerveza ¿de verdad iríamos al de al lado a pagar por la misma?

Tampoco podemos cargar a los consumidores con la responsabilidad —ellos son la parte menos informada y vulnerable de este modelo—, pero ¿y los profesionales? ¿Qué pasaría si nos negásemos a trabajar en empresas que decidieran regalar cerveza? ¿Qué pasaría si vetáramos a los inversores que las financiaran? El mismo dinero —más barato que nunca— que hace posible estas operaciones, también ha permitido que en el sector tecnológico tengamos más opciones de financiación de las que jamás pudimos soñar. Hoy, un buen proyecto puede elegir sus inversores.

Pero la pregunta más difícil de contestar es ¿qué deberíamos hacer si uno de nuestros competidores empieza a ofrecer sin coste el mismo producto o servicio que nosotros? ¿buscar recursos para combatir o claudicar? ¿convertirnos en parte del problema o de la solución?

Desgraciadamente, me he tenido que enfrentar a esta pregunta en alguna ocasión. Profesionalmente, solo he encontrado una respuesta: ofrecer algo que el público quiera y nuestra competencia no pueda servir —ni gratis ni por todo el dinero del mundo— porque solo lo tengamos nosotros. Personalmente, cada uno tenemos circunstancias diferentes y debemos seguir nuestro propio camino, pero cuando yo me encuentro una situación injusta, a mí lo que me sale de las tripas es luchar.


Artículo publicado por David Bonilla en La Bonilista el 24 de octubre de 2021

Comentarios

Jorge Enrique A.

hace 2 años #1

WOW, simplemente WOW. Me encantó de cabo a rabo.

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