Un mal día para la libertad de expresión

La condena a la twittera Cassandra por publicar tweets con chistes sobre el asesinato de Carrero Blanco me parece una solemne majadería. Que alguien me explique por favor si es culpa del legislador o de los jueces, porque me resulta incomprensible. Y que desde el Gobierno nadie haga nada para evitar este despropósito, alunizante (perdón alucinante; que no se por qué cuando pienso en Carrero Blanco me viene a la cabeza alunizar).

Yo pertenezco a una generación que ha crecido cantando en los 70 “voló, voló….Carrero voló…y un alero cayó”. Ahora descubro que delincuentes todos aquellos mocosos en pantalón corto con los bolsillos llenos de chapas de Kas para hacer carreras ciclistas.

Por otro lado, cuando Carrero aspiraba a becario de la NASA, Cassandra ni tan siquiera había nacido. Para ella el vuelo de Carrero es un suceso extemporáneo. Es como si a mí me condenaran por twittear una broma sobre el asesinato del General Prim. Si mi expresión fue de perplejidad al conocer la sentencia, no te digo nada la de los milenials: “Papá, ¿quién era el Carrero ese por el que han condenado a cárcel a la twittera?”

Por eso a muchos chavales les tengo que explicar que aquella mañana del 20 de diciembre de 1973 el entonces Presidente de España fue a oír misa a la iglesia de San Francisco de Borja, como cada mañana antes de acudir a la sede de la Presidencia del Consejo de Ministros. Tras la celebración religiosa se subió a su Dodge 3700 DT y le dijo a su chófer: “A la calle Claudio Coello”. “¿A qué altura de la calle le dejo?” – le respondió su chófer. No sabemos qué respondió Carrero pero lo cierto es que le dejaron a unos 30 metros de altura colgado de la azotea de la Casa Profesa anexa a la iglesia donde había asistido a misa momentos antes. El Red Bull no había llegado aún España pero Carrero nos demostró a todos los niños que siendo fiel a los principios del Movimiento se podía llegar muy alto.

El día del atentado el general Franco estaba muy malito, con gripe y fiebre guardaba reposo. Pese a lo afable que era aquel señor, ninguno de sus ayudantes tuvo pelotas para darle la noticia del incidente de su halcón. Le dejaron el marrón a su médico personal, Vicente Gil, quien empleó la estrategia del gato que se había subido un árbol: se lo comunicó, aunque de forma gradual —primero le dijo que había sufrido un accidente y que estaba grave, para más tarde darle más detalles y confirmarle que había fallecido—. El Generalísimo, todo un filósofo paladín de la inteligencia emocional, respondió lacónicamente: “Estas cosas ocurren”. Con la muerte del Almirante Franco perdió a su más directo colaborador y desde entonces ya no fue el mismo. Según dijo Laureano López Rodó (ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Carrero Blanco), “Franco pegó un bajón evidente tanto física como psicológicamente”. Mira por donde el subidón del Almirante provocó el bajón del General. Al poco tiempo Franco se encontró con Carrero en el cielo y le dijo: “Carrero, ¿como es que siendo más hijo puta que yo, tú llevas una aureola de Santo en la cabeza y yo no?”. “No es una aureola mi General, es el volante del Dodge 3700 DT”, le respondió.

Desde algún lugar de Tatooine, rodeado de Jawas, el Almirante se estará partiendo la caja (por segunda vez) viendo como cuarenta años después de la muerte de su Generalísimo en este país se condena la libertad de expresión, aunque el único fin de ésta sea provocar unas sonrisas.

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