Norberto Ruiz Lima

hace 5 años · 4 min. de lectura · 0 ·

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UN AJEDREZ QUE COMPRÉ EN MOSTAR

UN AJEDREZ QUE COMPRÉ EN MOSTAR

UN AJEDREZ QUE COMPRÉ EN MOSTAR

Esta historia es tan eterna como el tiempo, tan antigua como el ajedrez; y me acompaña, tallada en piedra de cuarzo, desde hace casi veinticinco años. Durante todo este tiempo la he tenido guardada en una caja blanca de poliestireno de las que se usa para mantener el frío, que yo pensé que era la más adecuada para aislar la magia. En esa caja voló desde Mostar hace casi un cuarto de siglo y la he tenido escondida en el altillo del armario de la habitación hasta la semana pasada, en que tuve que volver a aquellas tierras por coincidencias de un destino inapelable. La memoria, siempre disciplinada y sumisa con la determinada ventura, movió mis manos y mi corazón, en cuanto regresé a casa, para desencadenar de nuevo una guerra que es más antigua que el tiempo.

En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ambito en que se odian dos colores.

Corría el año 1994, marzo, día 31; por primera vez tras el frágil acuerdo alcanzado por bosnio-croatas y musulmanes entrábamos con cierta tranquilidad en la ciudad vieja de Mostar; el puente destruido, las casas sin techumbre y las calles con rasgaduras y señales inequívocas de haber sufrido un bombardeo de más de 3.000 granadas de morteros diarias. Nos dirigíamos, destino al Mostar Este tomado por los croatas, cruzando la pasarela provisional, que habían colocado los soldados españoles, en sustitución del viejo puente volado por las fuerzas del HVO.

En una estrecha calle sale de una casa, desatrancando una puerta, un hombre que porta una enorme pipa de fumar con ruedas, pintada con infinitos colores y del tamaño de su altura; con clara intención de hacer negocio con ella: "muy barata, doscientas maracas". No era cuestión de precio es que llevar el fusil, con el dedo cerca del gatillo en una mano, ir perfectamente uniformado y, por contra, arrastrar con la otra mano esa pipa para tabaco, de ese tamaño, tan coloreada, rodando por las calles de Mostar no era una opción que ninguno de nosotros pudiera contemplar. "No, gracias, no podemos arrastrar esa pipa hasta donde vamos". Me miró y me dijo: "para ti tengo algo especial, algo tan infinito como el tiempo". Inmediatamente pensé, aun sabiendo por su aspecto que no venía de Las Horcadas: "este tipo tiene El Libro de Arena o un ejemplar único del infinito AlCorán, que es uno de los atributos de Dios".

Entró nuevamente en la casa. Desde la puerta se veía que carecía de techo debido a los bombardeos, que los muebles habían ayudado a pasar un duro invierno; y que ya no había ninguno que pudiera socorrerle cuando se acercara algún frío día de primavera. Rápido, temiendo que nos fuéramos, regresó sosteniendo en sus manos una manta anudada, que cascabeleaba con cada paso. "Esto es para ti. Viene de una guerra infinita, como tú, como nosotros, abrirlo es desatar el encono entre dos colores que no se amarán nunca". 

Para mí, demasiadas pistas. No había duda de que era el ajedrez con el que se inició todo: En el Oriente se encendió esta guerra, Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra. Como el otro, este juego es infinito. Desanudó la manta y pude ver un tablero de ajedrez, hecho en piedra y, metiendo la mano, toqué las piezas que parecían brillantes piedras preciosas al reflejo de la luz del atardecer. No tuve dudas. Era el original ajedrez infinito con el que desde el principio de los tiempos se batalla en todo el orbe. No quise regatear. Pagué por él las trescientas maracas que me pidió, una fortuna en aquellos tiempos, y como si fueran las llaves de la guerra y la paz lo guardé en mi mochila, con la idea de  llevármelo de allí y guardarlo para siempre, escondido en un altillo entre mantas y sábanas.

Me despedí de aquel hombre, no sin antes preguntarle su nombre y desearle mucha suerte en lo que quedaba de guerra. Seguro que la suerte le iba a hacer mucha falta; aunque yo supuse que la paz en Bosnia ya estaría cerca; pues la magia había conseguido ahora a otro incauto, tal vez de la misma forma que lo atraparon a él, para que se hiciera cargo de ese ajedrez portador de una batalla infinita; Cuando los jugadores se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, Ciertamente no habrá cesado el rito.

- ¿Cómo te llamas?- le pregunté.
- Omar, mi nombre es Omar-, me respondió
- ¿Omar?- me sorprendí.
- Sí, Omar.

No quise preguntarle el apellido porque yo sabía que la sentencia era de Omar, También el jugador es prisionero, (la sentencia es de Omar) de otro tablero, de negras noches y de blancos días. Temía tanto que su apellido fuera Khayyam, que me despedí arrepintiéndome de haber pasado por allí ese día y de haber comprado ese ajedrez, porque entendí que no hay magia que no mueva nuestros pasos y que no somos conscientes de que la mano señalada del jugador gobierna nuestros destinos y no sabemos que un rigor adamantino sujeta nuestro albedrío y nuestra jornada. Esa guerra, aquellos días, esa orden de pasar por esa calle, ese hombre, descendiente de Omar Khayyam; todos esos pasos no tenían otro fin que sacar, de aquel país y de aquella guerra, ese ajedrez de piedra tallada por viejas manos otomanas, Dios sabe cuándo, y yo fui su instrumento.

Lo escondí como mejor supe, aunque siempre sentí que seguía latiendo en el fondo de aquel armario, vivo para la guerra; Adentro irradian mágicos rigores las formas: Torre homérica, ligero caballo, armada reina, rey postrero, Oblicuo alfil y peones agresores.

He vuelto a Sarajevo y Mostar, veinticinco años después, ciudades tan cosmopolitas y bellas, tan llenas de vida, en la mañana y en la noche. Y al volver a casa pensé que no hay que hacer tanto caso a las señales, indicios o designios que uno siente; así que he creído que los veinticinco años que mi ajedrez de cuarzo ha vivido dormido son suficientes para que la magia haya desaparecido. Lo he desenvuelto con cuidado y lo he puesto sobre una mesa; y de nuevo hemos empezado la infinita guerra que comenzó en Oriente y ahora ocupa toda la Tierra. Lo peor de todo es que aunque hace años que abracé, seguramente para bien de mi tranquilidad, el positivismo y me declaré ajeno a cualquier tipo de magia o sortilegio, sospecho que no hay respuestas para todo, porque Dios mueve al jugador y éste la pieza. ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza, De polvo y tiempo y sueño y agonía? 

Mientras tanto Jorge y yo hemos empezado a jugar un eterno ajedrez infinito. Pero, ¿y si aquel hombre se hubiera apellidado Khayyam, Omar Khayamm?
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Ya es tarde. Ayer dimos comienzo a otra guerra eterna.


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