RESEÑA: TIBURÓN de Peter Benchley

Hoy me apetece hacerle un homenaje al libro con el que aprendí a leer.

Guardo un especial cariño a Tiburón por el motivo antes mencionado y porque fue el primero de la larga retahíla de libros expropiados que conservo en mis estanterías. Sí, fui un ladrón de libros. Afición que intento mantener a raya pese a que, a veces, la cabra tira al monte y no es raro encontrarme en librerías, cafés o lavanderías de autoservicio con un ojo puesto en los ejemplares ofertados y otro en la persona encargada de asegurar su integridad.

Tiburón en concreto formaba parte de la biblioteca de un amigo de mi padre. Todavía no había visto la película aunque sabía de su existencia y la ilustración de la portada me traía por el camino de la amargura. Me atraía y repelía a partes iguales. Ese libro tenía que ser mío.

Un día en que nos invitaron a comer me deslicé como una sombra en la habitación de los libros, decidido a tomarlo prestado, pero como ladrón incipiente que era, mi sospechoso comportamiento fue detectado y el amigo de mi padre me pilló con las manos en la masa. No obstante, esbozando una sonrisa -y supongo que cagándose en mí- me prestó el libro, no sin antes hacer hincapié hasta la extenuación en su carácter de cesión. Pobre hombre, nunca volvió a verlo.

Colocado en una protohistórica estantería de mi habitación, el ejemplar de Tiburón se convirtió en la joya de la corona de la modesta colección que ya empezaba a atesorar. Como era el primero de la fila, su portada era la única visible. Cada vez que iba al lavabo tenía que pasar por delante de mi habitación. Ahí comenzaban los sudores fríos porque su dibujo me aterraba y me dio por pensar que si lo miraba, luego, en el lavabo, un tiburón saldría de las cloacas para morderme el culo. Por supuesto, mis ojos siempre se desviaban a la estantería. Estoy seguro de que ese fue el origen de mis problemas de estreñimiento. Hacía mis labores sin apoyar las posaderas en el asiento.

Todavía no había comenzado la Educación Básica pero mi madre siempre me hacía leer un ratito todas las tardes mientras ella cosía en el sofá. Me pregunto qué pensaría cuando le leía los párrafos donde la mujer del comisario patán intenta darle el salto con el oceanógrafo pijo. Esas escenas donde explícitamente se describe cómo sus bragas se mojan cada vez que lo tiene delante. Yo pensaba que estaba enferma y que sufría de una vergonzante incontinencia.

Como novela no vale nada. Es mala de solemnidad. Los personajes no tienen carisma, no caen bien, en el mejor de los casos son estúpidos y estás deseando que el tiburón emerja, los engulla y acabe con tanta cretinez de una vez por todas.

El final también es decepcionante. Supongo que el autor le daría una explicación que ahora mismo no recuerdo, pero el pez muere de cansancio. Supongo que por tener que soportar durante más de cuatrocientas páginas un buen número de diálogos estúpidos. O a lo mejor el tiburón era un provecto y estaba en las últimas. No sé… Yo quería que explotara como en la película, que las letras saltaran de las páginas. Pues no, cuando está a punto de acabar con el protagonista, se hunde y chimpún.

Ahora sé por qué a Spielberg lo llaman el Rey Midas de Hollywood: porque cualquier mierda que le cae entre las manos la convierte en oro.

Pero eso lo digo yo. Ojo los demás con meterse con Tiburón.