Norberto Ruiz Lima

hace 5 años · 3 min. de lectura · ~10 ·

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BUSCANDO EL TIEMPO PERDIDO

BUSCANDO EL TIEMPO PERDIDO

BUSCANDO EL TIEMPO PERDIDO

Yo nací calado por el río, porque la casa de mi bisabuelo estaba por debajo del nivel del mar, ese mar inconmensurable, y los días de lluvia no se podía salir por la puerta de la calle del Teatro más que pertrechado para la guerra contra el agua y el barro; aunque esto no tiene nada de particular porque todo aquel que nace en la Otra Banda de la Argónida lo hace viviendo con los latidos de las mareas y en los reflujos del río, olvidándose rápido de la tierra y aprendiendo a sumergirse en sabores salados.

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Los sabores y los olores son quienes conducen con menos dudas a la nostalgia, no pueden engañarnos como ellos el resto de los sentidos. Llegan rápido, como la mar, al corazón.

Para mí, el olor a muelle y el sabor a sal son los ropajes con los que me ataca más la nostalgia, ni la evocación del tacto de una piel desnuda, ni la memoria de la visión de infinitos desiertos de arena o mar, ni el recuerdo de una voz  hacen que se me deshaga el espíritu como cuando me atacan sabores y olores que nos cercan tanto como para que confundamos realidad y deseo.

El 2 de septiembre  de 1966, salí de la calle del Teatro de la mano de mi madre y mi abuela con dirección a la cuesta de San Diego. Por primera vez, iba a ir a un colegio. Uno no es consciente de la importancia de ese día; sobre todo porque nadie te cuenta que te van a entregar  nada más y nada menos que el arma más grande jamás creada, la palabra viva en la escritura y en la lectura, y ese día y con esa mano no somos conscientes de que con ese primer paso, como escribe Juan Ramón Jiménez, partimos de Dios en busca de Dios sin saber qué buscamos.

Así fue mi primer encuentro con la palabra escrita en el colegio Divina Pastora y en brazos de la madre Ramona. Pero eso duró muy poco, pronto mis días de parvulario llegaron a su fin.
Nadie me preguntó si quería irme de allí, pero por lo visto me había hecho mayor, ya tenía cinco años, y había que tomar otras decisiones. Ese primer tiempo de parvulario que ahora es eterno, duró sólo tres años, y yo, ¡cómo callar!: ojalá aquel que inventó los puentes del tiempo se hubiera dedicado a otras ciencias más provechosas; y me hubiese abandonado a mí con mi tambor de hojalata y mi uniforme en el colegio Divina Pastora, cuyos columpios recuerdo como si ahora yo estuviera todavía allí, y la sonrisa clara de la madre Ramona, como si el mundo estuviera tan limpio como el primer día.

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Así era en un principio, cuando el tiempo no existía y estaba en manos del sol y de la luna que dividían las noches y los días sin ningún rencor, no como ahora, que nos persiguen las agujas de estos apócrifos relojes que hemos inventado. Dolido el sol por su desamparo moderno. Pero no, cuando yo sólo manejaba las cinco vocales, el sistema decimal que no abarcaba más que los diez dedos de mis manos, y lo único que había conseguido recitar de memoria era el Ave María, me enviaron al colegio del Laboral.

El Laboral estaba junto a la iglesia del Carmen, tenía un gran patio rodeado por altos muros y, en su centro, una enorme y serena araucaria, turbia para los niños por su grandeza, protegida de cualquier viento y casi de la lluvia, reinaba sobre todas nuestras carreras y angustias.

Menos mal que ese día, con más conciencia de dónde iba que el día que me dirigía al colegio Divina Pastora, salí de la casa de la calle del Teatro de la mano de mi madre y de mi abuela.

Yo, silencioso. Ellas hablándome del futuro y de la importancia de seguir formándome para poder enfrentarme a la vida. Cuando mi última intención, yo que había nacido con 700 gramos de peso, como un astro marchitado, era enfrentarme a nada o a nadie. No me importaba que la fuerza de los atreidas y de los más maravillosos hexámetros escritos nunca, siguieran deformando la risa de los niños para convertirlos en hombres serios vestidos con cascos de guerra. Yo, que al final, he vestido casco de guerra.

Quedarse sólo a la puerta de un nuevo colegio, sin que la madre Ramona me estuviera esperando y con el único bagaje de saber las cinco vocales, contar diez con los dedos y recitar el Ave María, es algo así como estar colgado en el vacío, como ser un desterrado en la isla de Lemnos sin poder oír el griego,  o un navegante solitario que espera un temporal que aún no se ve.

Ese día empecé primero de la enseñanza general básica en el Laboral, y mi primer profesor, don Ernesto, vestido con traje oscuro, enjuto, viejo como la prehistoria y con algún diente perdido, esperaba nuestra entrada desde la tarima.

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Cuando empezó a dar la primera clase de Lengua Española, caí en la cuenta de que tenía que hacer lo posible para que nadie se percatara de mis carencias lingüísticas y matemáticas: las cinco vocales y contar hasta diez con los dedos.

Sin haberlo conocido todavía, durante mi primer día en el Laboral, con cinco años, tejí en mi mente, como un soberbio caído, los versos de Robert Frost:
Es muy poco probable
que siga mucho tiempo sin notarse
que no voy a la altura
de la carrera de los hombres

En ello estoy todavía cuando la vida ha corrido de sobra por mis manos. He aprendido que mucho de lo que sabemos son cuentos tristes que nos cuentan.
Más adelante hablaré de otro de mis días, como si estuviera buscando el tiempo perdido.


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